La sensibilidad ciudadana creciente hacia la corrupción ha comportado también más conciencia social con respecto a las distorsiones que los conflictos de interés pueden provocar —y a menudo provocan— en la toma de decisiones de los profesionales. Sabemos que estas distorsiones producen resultados indebidos que minan el buen funcionamiento de las instituciones públicas y socavan la confianza ciudadana. Por eso, la ciudadanía espera que los profesionales que asumen la responsabilidad de actuar en su nombre conozcan los límites de su criterio o juicio profesional. Pero en cualquier situación de conflicto de interés, el profesional podría ser negligente y no dar la respuesta adecuada: este es el riesgo.

No gestionar adecuadamente los conflictos de interés comporta perjuicios directos para las personas que dependen o confían en los profesionales en cuestión, pero también para las organizaciones en que trabajan e, indirectamente, para los colectivos profesionales a los cuales pertenecen.

Las consecuencias inmediatas son:

1. Deslealtad o traición de la confianza depositada en aquella persona. Si las personas que, de forma justificada, dependen del juicio de un profesional no saben, que ésta tiene un conflicto de interés, creerán que su juicio profesional es más objetivo e imparcial de lo que realmente es. De hecho, les está engañando; está traicionando la confianza que habían depositado. En el caso específico de las profesiones que se ejercen en el sector público, tal y como apunta la OCDE, «la confianza en la integridad del servidor público y en la organización queda gravemente dañada por la sospecha en que el ejercicio de sus responsabilidades públicas podría estar afectado por un conflicto de interés personal». Es por este motivo que instrumentos como las declaraciones de intereses son tan importantes, dentro de las estrategias de prevención, como vía para la detección inicial.

2. Merma de la fiabilidad profesional. Incluso si el servidor público que tiene el conflicto de interés informa a aquellos de que de forma justificada confían (declara o hace transparente su interés particular), su juicio profesional seguirá siendo menos fiable de lo que es habitualmente. Por eso, como veremos más adelante, no es suficiente con declarar el interés: hay que hacer alguna cosa para eliminarlo, cuando eso sea posible, o para evitar que llegue a influir o sesgar el juicio profesional.

3. Riesgo de que el interés sesgue efectivamente el discernimiento profesional y la situación de conflicto de interés se convierta en un acto de corrupción, es decir, que el interés que nos coloca en aquella situación de conflicto de interés acabe influyendo indebidamente en la responsabilidad profesional, cosa que convertiría la situación de riesgo de corrupción en corrupción efectiva.

4. Perjuicios para las organizaciones si no disponen de medidas preventivas encaminadas a detectar y responder a estas situaciones de conflicto de interés. Por una parte, recursos o reclamaciones de ciudadanos y usuarios afectados por los conflictos de interés, que pueden comportar procesos de revisión de aquellas decisiones —en vía administrativa o jurisdiccional— con consecuencias diversas para la organización, incluso el pago de indemnizaciones u otras actuaciones restitutorias. De la otra, otros perjuicios más evidentes: pérdidas de recursos (materiales y económicas) como consecuencia de los abusos de la posición pública de aquellos profesionales y la imagen dañada de la institución.

La ausencia o el tratamiento inadecuado de los conflictos de interés se pueden considerar desde otra perspectiva: como una manifestación de mala administración. En este sentido, hay que tener presente que el artículo 30.2 del Estatuto de autonomía de Cataluña reconoce el derecho a una buena administración, no sólo como principio rector del derecho público catalán, sino como un auténtico derecho subjetivo: «Todas las personas tienen derecho que los poderes públicos de Cataluña las traten, en los asuntos que las afectan, de una manera imparcial y objetiva [...]».

El profesor Francesc Mancilla, quien ha tratado sobradamente el tema del derecho a una buena administración, ha llegado a afirmar que «si no se cumple el estándar del “trato imparcial y equitativo” no hay procedimiento administrativo ni Estado de derecho, ya que se trata de un auténtico prius o presupuesto de toda actuación administrativa».

Como contrapartida a este derecho, la Administración tiene un deber de buena administración. Eso traslada a los poderes públicos y, muy en particular, al legislador, la carga de establecer un marco regulador idóneo con el fin de preservar la imparcialidad de los servidores públicos en el ejercicio de sus funciones, tarea no exenta de dificultades.